Hace muchos años tenía una charla de cinco minutos en la radio después de las noticias, una vez por semana. A veces comentaba lo que iba a decir con el director de Esade, en Barcelona, donde daba clases sobre relaciones económicas internacionales. En una ocasión llegaba de un viaje a EE.UU. con el tiempo justo para soltar mi discurso a los oyentes del mediodía.
«Lee este texto de Platón e improvisas el comentario», me sugirió el director de entonces. No he olvidado nunca el texto y se lo recomiendo a mis lectores. Platón comentaba que estaba dispuesto a ayudar a sus amigos «conocedores de mi interés por la cosa pública», decía él, a cambiar de régimen. Lo hizo un par de veces hasta que, desengañado por los resultados de las reformas alentadas por sus amigos, decidió renunciar en el futuro a impulsar cualquier tipo de cambio «hasta que los filósofos fueran políticos o, cosa mucho más improbable, que los políticos fueran filósofos».
Después de leer la carta de Platón, escrita unos cuatrocientos años antes de Cristo, y de mi pausa calculada aunque, obviamente, demasiado larga, iba a soltar mi pequeño comentario al texto cuando el jefe del cubículo desde el que emitíamos dio por terminada la comunicación, sin que me diera tiempo a aclarar que aquello no era de Punset, sino de Platón, siglos atrás.
«No se preocupe, Punset, las cosas cambiarán.» O: «Siento lo que está ocurriendo, pero en algún momento del futuro sucederá algo nuevo». Éste era el sentido de las misivas recibidas, pero lo más sorprendente no era eso, sino que su número se multiplicó por diez sin que nadie notara que ¡aquello no lo decía yo, sino Platón, hace más de dos mil cuatrocientos años!
Algo muy parecido me ha ocurrido leyendo un texto de Buda en mi ordenador sobre la felicidad y la infelicidad. Un poquito antes de Platón, Buda estaba diciendo algo muy parecido a lo que mis amigos científicos de las universidades de Harvard, Columbia y Standford están descubriendo ahora, gracias a experimentos complejos y resonancias magnéticas alambicadas.
¿Qué decía Buda, quinientos años antes de Cristo, sobre la felicidad? Pues que se podía salir de la infelicidad renunciando a muchos deseos de orden sexual y de otro tipo. ¿Y qué dicen ahora mis amigos científicos? Pues que es preciso rediseñar una nueva tabla de compromisos: no se puede, cuando se tiene una vivienda, pretender una segunda; enseñar idiomas a los hijos y, por lo tanto, enviarlos a estudiar al extranjero; enrolarlos en la escuela más cara y famosa; tener varios, demasiado seguidos; compaginar la carrera con un segundo trabajo. O para ser más precisos, los expertos están sugiriendo que en la tabla de compromisos se puede incluir cualquiera de estos objetivos, pero difícilmente todos a la vez.
¿Qué otras pautas sugería Buda para ser feliz? La noble verdad del camino que lleva al cese del sufrimiento -para utilizar sus palabras- incluía «el recto esfuerzo». Los mejores psicólogos, uno de ellos de origen húngaro, con un nombre imposible de pronunciar y que en la actualidad enseña en California, hablan de «sumergirse en el flujo». Es preciso no sólo esforzarse mucho en algo, sino dejarse embriagar por ello, ya sea un gran amor, un deporte, una profesión o trabajar las tardes de los domingos. Todo menos pasarlos, aburrido, viendo la televisión.
«¡Eduard, por Dios, algo dirán de nuevo tus amigos neurólogos y psicólogos que no hubiera dicho Buda quinientos años antes de Cristo!»
Pues no. Existe un consenso generalizado de que sin concentración no es posible educar. ¿Saben cuáles son las dos recetas más importantes según Buda? La recta atención y la recta concentración.
Eduard Punset